EL HOMBRE MEDIOCRE,
José Ingenieros
Este 23 de abril,
comparto desde hace años, el placer de virtualmente regalar y seguir la tradición del día del
libro, la celebración de la fiesta comunera de mi castigada Castilla
y mi regalo especial para un viejo examigo que se merece dedicatoria especial
con este libro.
Si alguien me preguntara qué libro recomendaría
leer como el más efectivo para hacernos cambiar de mentalidad, sin duda alguna,
sería el del filósofo Argentino José Ingenieros, “El hombre mediocre”. La razón de tal escogencia es la siguiente: ningún libro escrito
en Latinoamérica ha hecho tanto hincapié en que la “mediocridad” es el más
grande de todos nuestros males.
Antes de leerlo, yo pensaba que la mediocridad solamente
se daba entre personas que carecían de educación, cultura y talento. Ahora, mi
opinión es todo lo contrario.
Según Ingenieros, el hombre mediocre es un ser sin
personalidad que se deja amoldar o domesticar por el medio social en el que
vive. Según Flaubert, es el “hombre que piensa bajamente”. Ingenieros lo ubica
entre el genio y el imbécil. Y lo más curioso de todo: que ni el mismo se da
cuenta que lo es.
El hombre mediocre no tiene ideas propias, sino que piensa
y dice lo que otros dicen. Aunque puede tener “talento” o “buenas cualidades”,
sean estas intelectuales o artísticas, ellas no le garantizan su autonomía y
creatividad. El hombre mediocre puede poseer “talentos”, pero esto no quiere
decir que los desarrolle y que los llegue a perfeccionar.
“Cada individuo- dice Ingenieros- es el producto de dos
factores: la herencia y la educación”. La herencia se refiere al factor
genético, la educación a todo lo que este recibe desde la cuna a la sepultura.
La “imitación” desempeña un papel decisivo para el
desarrollo de la personalidad social. Pero ella sola no basta, se necesita de
la “invención” para producir variaciones en los individuos. La imitación es de
índole conservadora y actúa creando hábitos sociales, mientras que la
“invención” es evolutiva y se desarrolla mediante la imaginación.
Nuestro hombre mediocre considerado “normal” en nuestras
sociedades, tiene las características de la “paciencia imitativa”; en cambio,
el hombre superior, la de la “imaginación creadora”.
Y es que el hombre mediocre es el “hombre masa, el ser que
se pierde en la multitud y que no se atreve a ser diferente”. Por algo dijo
Séneca: “cuando estuve entre los hombres, me volví menos hombre”.
Otra característica del hombre mediocre, no menos
deplorable, es la fuerte inclinación que tiene por la “envidia”. La “envidia”
es la otra cara del hombre mediocre, sumadas, por supuesto, a la arrogancia y a
la soberbia.
Las personas proactivas, positivas y creativas son las que
le despiertan este vil sentimiento. Un talento desarrollado y llevado a la
perfección es el mejor espejo en donde los mediocres se ven reflejados. La envidia
no es más que la respuesta de las propias insatisfacciones personales ante
quien les está evidenciando sus propias deficiencias o mediocridades. Por esto
mismo, en vez de “emularlos”, los hombres mediocres optan por destruirlos y
denigrarlos.
Los hombres mediocres son astutos y hasta pueden ser más
inteligentes que el hombre promedio. Es más, la “mediocridad” supone estas
cualidades antecedentes. Por ejemplo: una persona puede creerse un gran artista
o un gran genio sobre la base de ciertos talentos heredados, adquiridos o
perfeccionados. Pero cuando esta aptitud es contradicha por quienes en verdad
lo son, si son humildes, los imitarán, si son soberbios, los envidiarán. Y esta
es la típica reacción de hombre mediocre.
Otro aspecto que también es alarmante es el de saber
enfrentar el binomio entre “creerse” y “ser”. Una cosa es creerse un gran
artista o un gran intelectual y otra cosa, muy distinta por cierto, es serlo.
La aptitud del creído contradice la aptitud del hombre superior. Es una falsa
percepción de uno mismo.
Recuerdo una hermosa anécdota que nos contaba un profesor
en la universidad sobre la vida y obra de Beethoven:
“Beethoven tenía su propia orquesta sinfónica que
interpretaba todas sus obras musicales. En una ocasión, en vez de quedarse en
el teatro a escuchar su nueva sinfonía, decidió pasear por los bosques de
alrededor. El amaba mucho el espectáculo de los rayos de luz que atravesaban
las copas de los árboles. Al regresar notó que el director le había hecho
algunos cambios a la partitura. Al voltearse, observó que Beethoven se acercaba
a él, no para amonestarlo o despedirlo, sino para simplemente decirle: ¡La has
hecho mejor que yo!”
* Ph.D.
Catedrático de Keiser University
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